domingo, 24 de abril de 2016

LA SEÑAL



Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 13,31-33a. 34-35

                                                                                                                        "Como yo los he amado"
Pocas veces se habrá hablado tanto del amor y se habrá falseado al mismo tiempo tanto su contenido más hondo y humano.

Hay revistas de amor, canciones de amor, películas de amor, citas de amor, cartas de amor, técnicas para «hacer el amor»... Pero, ¿qué es el amor? ¿Cómo se vive y se alimenta el amor?

Cualquier observador sereno de nuestra sociedad sabe que tantas cosas a las que se llama hoy «amor» no son en realidad sino otras tantas formas de desintegrar el verdadero amor.

Hay quienes llaman amor al contacto fugaz y trivial de dos personas que se «disfrutan» mutuamente vacías de ternura, afecto y mutua entrega.

Para otros, amor no es sino una hábil manera de someter a otro a sus intereses ocultos y sus satisfacciones egoístas.

No pocos creen vivir el amor cuando sólo buscan en realidad un refugio y un remedio para una sensación de soledad que, de otro modo, les resultaría insoportable.

Bastantes creen encontrar el amor en una relación satisfactoria donde la mutua tolerancia y el intercambio de satisfacciones los une frente a un mundo hostil y amenazador.

Pero en esta sociedad donde se corre con frecuencia tras ese ideal descrito por A. Huxley del hombre bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho y con posibilidad de divertirse intensamente, son ya bastante los que experimentan la verdad de la fina observación de A. Saint-Exupéry: «Los hombres compran cosas hechas a los mercaderes. Pero, como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos».

Es en esta sociedad donde los creyentes hemos de escuchar la actualidad de las palabras de Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.

Los cristianos estamos llamados a distinguimos no por un saber particular, por una doctrina ni por la observancia de unos ritos o unas leyes. Nuestra verdadera identidad y distintivo se basa en nuestro modo de amar.

Se nos tiene que conocer por nuestro estilo de amar que tiene como criterio y punto de referencia el modo de amar de Jesús.

Un amor, por tanto, desinteresado, que sabe acoger y ponerse al servicio del otro, sin límites ni discriminaciones. Un amor que sabe afirmar la vida, el crecimiento, la libertad y la felicidad de los demás.

Esta es la tarea gozosa del creyente en esta sociedad donde se falsifica tanto el amor. Desarrollar nuestra capacidad de amar siguiendo el estilo de Jesús.

El que se adentre por este camino descubrirá que sólo el amor hace que la vida merezca ser vivida y que sólo desde el verdadero amor es posible experimentar la gran alegría de vivir.



domingo, 17 de abril de 2016

CREER DE MANERA DIFERENTE



Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 10,27-30

Mis ovejas escuchan mi voz.

El acto de creer es siempre una decisión absolutamente personal, cualquiera que sea la edad y la trayectoria de quien lo hace. Una decisión en la que nada ni nadie puede suplantar a la persona. No se cree en Jesucristo por tradición familiar o presión ambiental. En este sentido, la fe no se transmite ni se hereda. Ha de nacer de la libertad de cada persona como una de las decisiones más importantes de su vida.

El acto de creer no tiene nada que ver con la credulidad o el iluminismo. Estamos hoy muy lejos de las tesis cientifistas de comienzos de siglo, que consideraban la fe como fruto de una debilidad mental o psicológica. Creer es un acto profundamente responsable y comprometido.

El acto de creer no es, sin embargo, resultado de una investigación científica. La ciencia no puede responder a las cuestiones últimas de la existencia. Se queda muda, pues no es su competencia. Sólo sabe investigar el funcionamiento del mundo. Una cosa es la actitud abierta y confiada ante el Misterio último de la existencia que llamamos «Dios», y otra la acumulación de conocimientos organizados que una sociedad ha logrado en un determinado momento de su historia.

En la fe cristiana es decisivo el encuentro personal con Cristo. El punto de partida y los itinerarios de cada persona pueden ser diferentes, pero Cristo es el «camino» que lleva hacia Dios. Por ello, es decisivo conocer a Cristo. El es el «Buen Pastor», y quienes se dejan guiar por él lo «conocen».

No se trata de un conocimiento teórico. En el lenguaje bíblico, «conocer» es experimentar, entrar en comunión íntima. No se conoce desde la distancia, sino por medio de una relación vital. Conocer a Cristo es quererlo, experimentar que su presencia nos hace bien, acogerlo como a alguien único e inconfundible que da otro tono y vitalidad a nuestro vivir diario.

Son bastantes los bautizados cuya fe se mueve en una atmósfera abstracta de convicciones, creencias y ritos. No «conocen» vitalmente a Cristo. En su cristianismo falta precisamente Cristo, el único que podría reavivar su fe, eliminar sus prejuicios y resistencias, enseñarles a creer de manera diferente. Para ser cristiano, lo primero es encontrarse personalmente con Cristo, «escuchar su voz» y seguirle.


domingo, 10 de abril de 2016

CUALQUIERA NO SIRVE



Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 21,1-19

¿Me amas?

Después de comer con los suyos a la orilla del lago, Jesús inicia una conversación con Pedro. El diálogo ha sido trabajado cuidadosamente, pues tiene como objetivo recordar algo de gran importancia para la comunidad cristiana: entre los seguidores de Jesús sólo está capacitado para ser guía y pastor quien se distingue por su amor a él.

No ha habido ocasión en que Pedro no haya manifestado su adhesión absoluta a Jesús por encima de los demás. Sin embargo, en el momento de la verdad es el primero en negarlo. ¿Qué hay de verdad en su adhesión? ¿Puede ser guía y pastor de los seguidores de Jesús?

Antes de confiarle su «rebaño», Jesús le hace la pregunta fundamental: ¿Me amas más que estos? No le pregunta: ¿Te sientes con fuerzas? ¿Conoces bien mi doctrina? ¿Te ves capacitado para gobernar a los míos? No. Es el amor a Jesús lo que capacita para animar, orientar y alimentar a sus seguidores como lo hacía él.

Pedro le responde con humildad y sin compararse con nadie: Tú sabes que te quiero. Pero Jesús le repite dos veces más su pregunta de manera cada vez más incisiva: ¿Me amas? ¿Me quieres de verdad? La inseguridad de Pedro va creciendo. Cada vez se atreve menos a proclamar su adhesión. Al final se llena de tristeza. Ya no sabe qué responder: Tú lo sabes todo.

A medida que Pedro va tomando conciencia de la importancia del amor, Jesús le va confiando su rebaño para que cuide, alimente y comunique vida a sus seguidores, empezando por los más pequeños y necesitados: los corderos.

Con frecuencia se relaciona a jerarcas y pastores sólo con la capacidad de gobernar con autoridad o de predicar con garantía la verdad. Sin embargo, hay adhesiones a Cristo, firmes, seguras y absolutas que, vacías de amor, no capacitan para cuidar y guiar a los seguidores de Jesús.

Pocos factores son más decisivos para la conversión de la Iglesia que la conversión de los jerarcas, obispos, sacerdotes y dirigentes religiosos al amor a Jesús. Somos nosotros los primeros que hemos de escuchar su pregunta: ¿Me amas más que éstos? ¿Amas a mis corderos y a mis ovejas?

domingo, 3 de abril de 2016

EL REGALO DE LA ALEGRÍA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 20,19-31

“Se llenaron de alegría.”

Todos hemos conocido alguna vez momentos de alegría intensa y clara. Tal vez, sólo ha sido una experiencia breve y frágil, pero suficiente para vivir una sensación de plenitud y cumplimiento. Nadie nos lo tiene que decir desde fuera.

Cada uno sabemos que en el fondo de nuestro ser está latente la necesidad de la alegría. Su presencia no es algo secundario y de poca importancia. La necesitamos para vivir. La alegría ilumina nuestro misterio interior y nos devuelve la vida. La tristeza lo apaga todo. Con la alegría todo recobra un color nuevo; la vida tiene sentido; todo se puede vivir de otra manera.

No es fácil decir en qué consiste la alegría, pero ciertamente hay que buscarla por dentro. La sentimos en nuestro interior, no en lo externo de nuestra persona. Puede iluminar nuestro rostro y hacer brillar nuestra mirada, pero nace en lo más íntimo de nuestro ser. Nadie puede poner alegría en nosotros si nosotros no la dejamos nacer en nuestro corazón.

Hay algo paradójico en la alegría. No está a nuestro alcance, no la podemos «fabricar» cuando queremos, no la recuperamos a base de esfuerzo, es una especie de «regalo» misterioso. Sin embargo, en buena parte, somos responsables de nuestra alegría, pues nosotros mismos la podemos impedir o ahogar.

Desde una perspectiva cristiana, la raíz última del gozo está en Dios. La alegría no es simplemente un estado de ánimo. Es la presencia viva de Cristo en nosotros, la experiencia de la cercanía y de la amistad de Dios, el fruto primero de la acción del Espíritu en nuestro corazón. El relato del evangelio que hoy comentamos dice que «los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor».

Es fácil estropear esta alegría interior. Basta con encerrarse en uno mismo, endurecer el corazón, ser infiel a la propia conciencia, alimentar nostalgias y deseos imposibles, pretender acapararlo todo.

Por el contrario, la mejor manera de alimentar la alegría es vivir amando. Quien no conoce el amor cae fácilmente en la tristeza. Por eso, el culmen de la alegría se alcanza cuando dos personas se miran desde un amor recíproco desinteresado. Es fácil que entonces presientan la alegría que nace de ese Dios que es sólo Amor.