domingo, 27 de noviembre de 2016

¿SEGUIMOS DESPIERTOS?



Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 24,37-44
“Estén despiertos.”

Un día la historia apasionante de los hombres terminará, como termina inevitablemente la vida de cada uno de nosotros. Los evangelios ponen en boca de Jesús un discurso sobre este final, y siempre destacan una exhortación: «vigilen», «estén alerta», «vivan despiertos». Las primeras generaciones cristianas dieron mucha importancia a esta vigilancia. El fin del mundo no llegaba tan pronto como algunos pensaban. Sentían el riesgo de irse olvidando poco a poco de Jesús y no querían que los encontrara un día «dormidos».

Han pasado muchos siglos desde entonces. ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy?, ¿seguimos despiertos o nos hemos ido durmiendo poco a poco? ¿Vivimos atraídos por Jesús o distraídos por toda clase de cuestiones secundarias? ¿Le seguimos a él o hemos aprendido a vivir al estilo de todos?

Vigilar es antes que nada despertar de la inconsciencia. Vivimos el sueño de ser cristianos cuando, en realidad, no pocas veces nuestros intereses, actitudes y estilo de vivir no son los de Jesús. Este sueño nos protege de buscar nuestra conversión personal y la de la Iglesia. Sin «despertar», seguiremos engañándonos a nosotros mismos.

Vigilar es vivir atentos a la realidad. Escuchar los gemidos de los que sufren. Sentir el amor de Dios a la vida. Vivir más atentos a su venida a nuestra vida, a nuestra sociedad y a la tierra. Sin esta sensibilidad, no es posible caminar tras los pasos de Jesús.

Vivimos inmunizados a las llamadas del evangelio. Tenemos corazón, pero se nos ha endurecido. Tenemos los ojos abiertos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba. Tenemos los ojos abiertos, pero ya no vemos la vida como la veía él, no miramos a las personas como él las miraba. Puede ocurrir entonces lo que Jesús quería evitar entre sus seguidores: verlos como «ciegos conduciendo a otros ciegos».


Si no despertamos, a todos nos puede ocurrir lo de aquellos de la parábola que todavía, al final de los tiempos, preguntaban: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o extranjero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?»



domingo, 20 de noviembre de 2016

TODO TERMINARA BIEN



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 23,35-43

Acuérdate de mí.

Estadísticas realizadas en diversos países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene fuerza o significado alguno en su vida diaria.

Pero lo más sorprendente en estas estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.

Y, sin embargo, creer en la vida eterna no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano. Un Dios que, desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la creación.

Antes que nada, hemos de recordar que la muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana. Una muerte absurda y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?

Nadie tiene datos científicos para decir nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.

La esperanza de los cristianos brota de la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»

Ante la muerte, el creyente se siente indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.


Esta es precisamente la oración del malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.» Y escucha esa promesa que tanto consuela al creyente: « Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»



domingo, 13 de noviembre de 2016

CON PERSEVERANCIA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 21,5-19
“Con vuestra perseverancia...”

¿Desaparecerá un día lo que los hombres van construyendo con tanto esfuerzo, sudor y luchas? Los científicos no tienen la menor duda: la especie humana, el planeta Tierra, el sistema solar y las galaxias no existirán para siempre. Se discute si será por exceso de calor o de frío, pero un día todo terminará. La lejanía de este final no impide que nazcan en nosotros preguntas nada frívolas. Si esto es realmente así, ¿qué será de nuestra vida?, ¿cuál es el destino de la Humanidad?, ¿qué decir de ese Dios al que buscan e invocan las diferentes religiones?

Mientras tanto, en las sociedades modernas de Occidente, asentadas en el bienestar, no se quiere pensar en final alguno. Se vive por lo general desde una sensación de seguridad inamovible. A pesar de todos los conflictos y tragedias, el mundo siempre irá mejorando. No es imaginable la destrucción, sólo el progreso. Hablar del «fin del mundo» es cosa de pesimistas impenitentes o de visionarios apocalípticos.

Basta, sin embargo, un atentado terrorista como el del 11 de septiembre para que el mundo entero enmudezca y todo se tambalee. Ni el poder de los poderosos es tan poderoso ni la seguridad del progreso es tan indiscutible. De pronto parece que se nos desvela un poco más la inconsistencia del ser humano, su incapacidad para construir un mundo más digno y su impotencia para salvarse a sí mismo.

Se dice que «algo nuevo» ha comenzado. No parece que sea para mejor. Seguimos esclavos del viejo y perverso mecanismo de la «acción y reacción». Se justifica una vez más la guerra que mata a nuevos inocentes y no se piensa en dar un nuevo rumbo a la política mundial. De nuevo habrá victoria de los ganadores, pero no habrá ni más paz ni más justicia en el mundo. En las sociedades del bienestar «todo volverá a ir bien», pero en el mundo cincuenta millones de personas seguirán muriendo de hambre.


Las palabras de Jesús recogidas en lo que se llama «el apocalipsis sinóptico» son de un realismo sorprendente: la historia estará tejida de guerras, odios, hambres y muertes, y después llegará un día el Fin. Sin embargo, su mensaje es de una confianza increíble: hay que seguir buscando el reino de Dios y su justicia, hay que trabajar por un «hombre nuevo», hay que seguir creyendo en el amor. “Gracias a la constancia salvarán sus vidas”.




domingo, 6 de noviembre de 2016

AMIGO DE LA VIDA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 20,27-38
“Un Dios de vivos.”

«Dios es amigo de la vida». Ésta era una de las convicciones básicas de Jesús. Por eso, discutiendo un día con un grupo de saduceos que negaban la resurrección, les confesó claramente su fe: «Dios no es Dios de muertos sino de vivos».

Jesús no se podía ni imaginar que a Dios se le vayan muriendo sus criaturas; que, después de unos años de vida, la muerte le vaya dejando sin sus hijos e hijas queridos. No es posible. Dios es fuente inagotable de vida. Dios crea a los vivientes, los cuida, los defiende, se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.

Jesús no leyó nunca el libro de la Sabiduría, escrito hacia el año 50 a.C. en Alejandría, pero su manera de actuar con los pecadores y su mensaje acerca de Dios recuerdan una página inolvidable de este sabio judío que escribe así: «Tú te compadeces de todos porque lo puedes todo; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Cómo conservarían su existencia si tú no los hubieras creado? Pero tú perdonas a todos porque son tuyos, Señor amigo de la vida».

Dios es amigo de la vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de manera digna. Llega incluso a «cerrar los ojos» a los pecados de los hombres para que descubran de nuevo el camino de la vida. No aborrece nada de lo que ha creado. Ama a todos los seres; de lo contrario, no los hubiera hecho. Perdona a todos, se compadece de todos, quiere la vida de todos, porque todos son suyos.

¿Cómo no amamos con más pasión la creación entera? ¿Por qué no cuidamos y defendemos con más fuerza la vida de todos los seres de tanta depredación y agresión? ¿Por qué no nos compadecemos de tantos «excluidos» para los que este mundo no es su casa? ¿Cómo podemos seguir pensando que nuestro bienestar es más importante que la vida de tantos hombres y mujeres que se sienten extraños y sin sitio en esta tierra creada por Dios para ellos?


Es increíble que no captemos lo absurdo de nuestra religión cuando cantamos al Creador y Resucitador de la vida y, al mismo tiempo, contribuimos a generar hambre, sufrimiento y degradación en sus criaturas.


martes, 1 de noviembre de 2016

LA FELICIDAD NO SE COMPRA

DÍA DE TODOS LOS SANTOS



Reflexión inspirada en el Evangelio según san Mateo 5, 1-12ª

Nadie sabe dar una respuesta demasiado clara cuando se nos pregunta por la felicidad. ¿Qué es de verdad la felicidad? ¿En qué consiste realmente? ¿Cómo alcanzarla? ¿Por qué caminos?

Ciertamente no es fácil acertar a ser feliz. No se logra la felicidad de cualquier manera. No basta conseguir lo que uno andaba buscando. No es suficiente satisfacer los deseos. Cuando uno ha conseguido lo que quería, descubre que está de nuevo buscando ser feliz.
También es claro que la felicidad no se puede comprar. No se la puede adquirir en ninguna planta de ningún gran almacén, como tampoco la alegría, la amistad o la ternura. Con dinero sólo podemos comprar apariencia de felicidad.

Por eso, hay tantas personas tristes en nuestras calles. La felicidad ha sido sustituida por el placer, la comodidad y el bienestar. Pero nadie sabe cómo devolverle al hombre de hoy el gozo, la libertad, la experiencia de plenitud.

Nosotros tenemos nuestras «bienaventuranzas». Suenan así: Dichosos los que tienen una buena cuenta corriente, los que se pueden comprar el último modelo, los que siempre triunfan, a costa de lo que sea, los que son aplaudidos, los que disfrutan de la vida sin escrúpulos, los que se desentienden de los problemas...

Jesús ha puesto nuestra «felicidad» cabeza abajo. Ha dado un vuelco total a nuestra manera de entender la vida y nos ha descubierto que estamos corriendo «en dirección contraria».

Hay otro camino verdadero para ser feliz, que a nosotros nos parece falso e increíble. La verdadera felicidad es algo que uno se la encuentra de paso, como fruto de un seguimiento sencillo y fiel a Jesús.

¿En qué creer? ¿En las bienaventuranzas de Jesús o en los reclamos de felicidad de nuestra sociedad?

Tenemos que elegir entre estos dos caminos. O bien, tratar de asegurar nuestra pequeña felicidad y sufrir lo menos posible, sin amar, sin tener piedad de nadie, sin compartir... O bien, amar... buscar la justicia, estar cerca del que sufre y aceptar el sufrimiento que sea necesario, creyendo en una felicidad más profunda.

Uno se va haciendo creyente cuando va descubriendo prácticamente que el hombre es más feliz cuando ama, incluso sufriendo, que cuando no ama y por lo tanto no sufre por ello.

Es una equivocación pensar que el cristiano está llamado a vivir sacrificándose más que los demás, de manera más infeliz que los otros. Ser cristiano, por el contrario, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.