domingo, 30 de octubre de 2016

ACOGER



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 19,1-10

“Zaqueo... hoy tengo que alojarme en tu casa.”

No se puede comunicar de cualquier manera la Buena Noticia de Dios. Jesús lo hacía con un estilo inconfundible. La escena de Jericó es un claro ejemplo.

En la ciudad vive Zaqueo, un hombre al que todos juzgan sin piedad: es un pecador. Para Jesús es sencillamente una persona que anda «perdida». Precisamente por eso lo busca con su mirada, le llama por su nombre y le ofrece su amistad personal: comerá en su casa, le escuchará, podrán dialogar. Acogido, respetado y comprendido por Jesús, aquel hombre decide reorientar su vida.

La actuación de Jesús es sorprendente. Nadie veía en él al representante de la Ley, sino al profeta compasivo que acogía a todos con el amor entrañable del mismo Dios. No parecía preocupado por la moral sino por el sufrimiento concreto de cada persona. No se le veía obsesionado por defender su doctrina, sino atento a quien no acertaba a vivir de manera sana.

No caminaba por Galilea en actitud de conquista. No imponía ni presionaba. Se ofrecía, invitaba, proponía un camino de vida sana. Sabía que la semilla podía caer en terreno hostil y su mensaje ser rechazado. No se sentía agraviado. Seguía sembrando con la misma actitud de Dios que envía la lluvia y hace salir su sol sobre todos sus hijos: buenos y malos.

En ciertos sectores de la Iglesia se está viviendo con nerviosismo y hasta crispación la pérdida de poder y espacio social. Sin embargo, no es una desdicha que hemos de lamentar, sino una gracia que nos puede reconducir al Evangelio.

Ya no podremos ser una Iglesia poderosa, segura y autoritaria, que pretende «secretamente» imponerse a todos. Seremos una Iglesia más sencilla, vulnerable y débil. No tendremos que preocupamos de defender nuestro prestigio y poder. Seremos más humanos y sintonizaremos mejor con los que sufren. Estaremos en mejores condiciones para comunicar el Evangelio.


Cada vez será más inútil endurecer nuestra predicación e intensificar nuestros lamentos y condenas. Tendremos que aprender de Jesús a conjugar tres verbos decisivos: acoger escuchar y acompañar. Descubriremos que el Evangelio lo comunican los creyentes en cuya vida resplandece el amor compasivo de Dios. Sin esto, todo lo demás es inútil.



domingo, 23 de octubre de 2016

REACCIONAR



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 18,9-14
  
Oh Dios, ten compasión de este pecador.

La sociedad moderna tiene tal poder sobre sus miembros que termina por someter a casi todos a su orden y servicio. Absorbe a las personas mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no para elevarlas a una vida más noble y digna. Por lo general, el estilo de vida impuesto por la sociedad aparta a los individuos de lo esencial impidiendo a no pocos llegar a ser ellos mismos.

El resultado es deplorable. El hombre contemporáneo se va haciendo cada vez más indiferente a «lo importante» de la vida. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Son bastantes los que viven sin certezas ni convicciones profundas, cargados de tópicos, interesados por muchas cosas, pero sin «núcleo interior». Es fácil entonces que la fe se vaya apagando lentamente en el corazón de no pocos.

Tal vez, sea éste uno de nuestros grandes errores. Nos preocupamos de mil cosas y no sabemos cuidar lo importante: el amor, la alegría interior, la esperanza, la paz de la conciencia. Lo mismo sucede con la fe; no sabemos estimarla, cuidarla y alimentarla. Pero, cuando no se alimenta, la fe se va apagando. ¿Cómo reaccionar?

Lo primero, casi siempre, es «tomar distancia» y atrevernos a mirar de frente nuestra vida con sus rutinas, su frágil equilibrio y su mediocridad. Escuchar el sordo rumor de necesidades insatisfechas y deseos contradictorios. Sólo un cierto distanciamiento permite lograr una nueva perspectiva de las cosas y abordar nuestra vida con más verdad.

Es necesario, también, saber plantearse cuestiones que afectan a la propia vida en su totalidad: «Yo, en definitiva, ¿qué ando buscando?, ¿por qué no logro la paz interior?, ¿en qué tengo que acertar para vivir de manera más sana?» Hay en nosotros tal «exceso de exterioridad» y tal «multiplicación de experiencias» que, sin estos planteamientos de fondo, nuestra vida se reduce fácilmente a dejarse llevar por una sucesión de acontecimientos sin hilo conductor alguno.

Pero lo más decisivo es reaccionar. Tomar una decisión personal y consciente. «¿Qué quiero hacer con mi vida?, ¿qué puedo hacer con mi fe?, ¿sigo «vegetando» como hasta ahora?, ¿me abro confiadamente a Dios?» Quien es capaz de hacerse este tipo de preguntas con un mínimo de verdad, ya está cambiando. Quien, en medio de su mediocridad -¿quién no es mediocre?- desea sinceramente creer, ante Dios ya es creyente. Dios está en el interior de ese deseo. Hay situaciones en que no se puede hacer mucho más.


La invocación del publicano, en la parábola narrada por Jesús, expresa muy bien cuál puede ser nuestra invocación: «Oh, Dios, ten compasión de este pecador.» Dios, que ha modelado el corazón humano, entiende y escucha esa oración.


domingo, 16 de octubre de 2016

CONFIAR



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 18,1-8
  
“Orar siempre sin desanimarse.”

Las encuestas y sondeos de opinión revelan que en el hombre contemporáneo está creciendo la desconfianza ante los demás, ante el entorno y ante la vida en general.

Al parecer, el aislamiento, la competitividad y el carácter complejo de la vida moderna están produciendo un hombre lleno de suspicacia y recelo.

Las personas se sienten inclinadas a encerrarse en un «realismo chato», en actitud casi siempre defensiva y cautelosa, sin confiar apenas en nada ni en nadie.

Sin embargo, pese a su apariencia de realismo docto y sensato, la desconfianza no ayuda a vivir de manera plena y creativa.

Al contrario, la persona necesita confiar para crecer y enfrentarse a la vida. No hemos de olvidar que la confianza es “una estructura básica» del ser humano, y suprimirla en nosotros sería destruir una de las fuentes más importantes del vivir diario.

D. Bonhoeffer que no desconocía la traición ni la persecución, escribía esta advertencia desde el campo de concentración: «Nada hay peor que sembrar y favorecer la desconfianza; al contrario, debemos favorecer la confianza en todas partes donde sea posible. Ella seguirá siendo para nosotros uno de los mayores regalos, de entre los más raros y bellos en la vida de los hombres”.

Es la confianza lo que sostiene a las personas en las situaciones más difíciles y lo que les da un potencial increíble de energía para enfrentarse a la existencia.

La persona que se encierra en la desconfianza se destruye a sí misma, se deja morir o, si se quiere, «se deja vivir» que es una manera triste pero frecuente de abandonarse estérilmente al curso de la vida.

La fe cristiana no puede brotar ni crecer en un corazón desconfiado. Inútil aportarle indicios, testimonios o argumentos. La persona se defenderá tras su recelo. Sólo creerá en sus pruebas.
Esa es justamente la postura de Tomás, prototipo de todas las dudas, recelos e incertidumbres que surgen en el hombre ante Cristo resucitado. Cuando el Señor se le presenta, le dirige estas palabras: «No seas incrédulo, sino creyente».

Son bastantes hoy los cristianos que se sienten roídos por la duda. El misterio último de la vida se nos escapa. Nuestra razón comprende que no puede comprender y el creyente siente desazón y malestar. Querría ver con sus propios ojos, tocar con sus propias manos.

Lo primero, entonces, es confiar. No cerrar ninguna puerta. No desoír ninguna llamada. Abrirse confiadamente a Dios. Buscar su rostro y “orar siempre sin desanimarse”, como pide Jesús. Quien busca a Dios con confianza lo está ya encontrando.



domingo, 9 de octubre de 2016

CREER SIN AGRADECER



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 17,11-19

El relato comienza narrando la curación de un grupo de diez leprosos en las cercanías de Samaría. Pero, esta vez, no se detiene Lucas en los detalles de la curación, sino en la reacción de uno de los leprosos al verse curado. El evangelista describe cuidadosamente todos sus pasos, pues quiere sacudir la fe rutinaria de no pocos cristianos.

Jesús ha pedido a los leprosos que se presenten a los sacerdotes para obtener la autorización que los permita integrarse en la sociedad. Pero uno de ellos, de origen samaritano, al ver que está curado, en vez de ir a los sacerdotes, se vuelve para buscar a Jesús. Siente que para él comienza una vida nueva. En adelante, todo será diferente: podrá vivir de manera más digna y dichosa. Sabe a quién se lo debe. Necesita encontrarse con Jesús.

Vuelve “alabando a Dios a grandes gritos”. Sabe que la fuerza salvadora de Jesús solo puede tener su origen en Dios. Ahora siente algo nuevo por ese Padre Bueno del que habla Jesús. No lo olvidará jamás. En adelante vivirá dando gracias a Dios. Lo alabará gritando con todas sus fuerzas. Todos han de saber que se siente amado por él.

Al encontrarse con Jesús, “se echa a sus pies dándole gracias”. Sus compañeros han seguido su camino para encontrarse con los sacerdotes, pero él sabe que Jesús es su único Salvador. Por eso está aquí junto a él dándole gracias. En Jesús ha encontrado el mejor regalo de Dios.

Al concluir el relato, Jesús toma la palabra y hace tres preguntas expresando su sorpresa y tristeza ante lo ocurrido. No están dirigidas al samaritano que tiene a sus pies. Recogen el mensaje que Lucas quiere que se escuche en las comunidades cristianas.

“¿No han quedado limpios los diez?”.¿No se han curado todos? ¿Por qué no reconocen lo que han recibido de Jesús? “Los otros nueve, ¿dónde están?”. ¿Por qué no están allí? ¿Por qué hay tantos cristianos que viven sin dar gracias a Dios casi nunca? ¿Por qué no sienten un agradecimiento especial hacia Jesús? ¿No lo conocen? ¿No significa nada nuevo para ellos?


“¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. ¿Por qué hay personas alejadas de la práctica religiosa que sienten verdadera admiración y agradecimiento hacia Jesús, mientras algunos cristianos no sienten nada especial por él? Benedicto XVI advertía hace unos años que un agnóstico en búsqueda puede estar más cerca de Dios que un cristiano rutinario que lo es solo por tradición o herencia. Una fe que no genera en los creyentes alegría y agradecimiento es una fe enferma.